Cuenta Leiva que, tras conversar con un amigo que atravesaba una dura depresión, este le leyó un verso que le inspiró para la letra de su nueva canción: “Hay un millón de muebles que mover y no sé detrás de cuál está lo que he perdido”. Qué frase tan maravillosa para explicar un sentimiento tan desgarrador. El cantante madrileño la tituló Caída Libre, una sensación que el RCD Mallorca conoce de sobra: descensos, finales perdidas y temporadas en las que los muebles no hacían más que arder. Aquellos años de incertidumbre, en los que el club buscaba entre las cenizas lo que un día fue. Pero incluso en los peores incendios, siempre hay algo que se niega a consumirse: la familia. Y ahí, en ese refugio de amor y lealtad, es donde el conjunto bermellón encontró el asidero para volver.
El RCD Mallorca siempre ha sido un reflejo de la identidad de la isla. Desde sus primeros pasos en el Estadio Lluís Sitjar hasta el fervor que se siente en Son Moix, el club ha sido un vínculo intocable entre los mallorquines y su tierra. Hace poco leí El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald y subrayé una frase que, aunque sentía que me hablaba de algo profundo, no lograba descifrar del todo: “Desde una sola ventana se contempla mejor la vida”. Ahora, con el tiempo, he entendido que me hablaba de Mallorca: de su manera única de ver la vida. De su gente. De su afición. De las tardes de fútbol donde Son Moix es aquella ventana donde la vida se contempla como un rayo de sol filtrándose en un día apagado.
AQUELLOS AÑOS LOCOS
El conjunto bermellón siempre ha sido cosa de familia, y así lo ha demostrado en la dureza de la derrota. El caso más cercano ocurrió hace poco menos de un año. El 6 de abril de 2024, el RCD Mallorca se coló en una fiesta a la que no estaba invitado: la final de la Copa del Rey. Un escenario que, curiosamente, ya había vivido el mallorquinismo en 2003, en la misma competición y en Elche. En aquella ocasión, un gol del ‘Rifle’ Pandiani y un doblete de un jovencísimo Samuel Eto’o pusieron a la isla en todas las portadas. Aquella noche de abril prometía ser igual de especial, pero con un final diferente.
Sevilla esperaba un lleno absoluto en La Cartuja, y miles de aficionados mallorquinistas viajaban por cielo, mar y tierra para ver a su equipo en una final que, sin lugar a dudas, iba a ser histórica. A pesar de la desventaja de partir desde una isla, el conjunto bermellón desplazó a más de 20.000 personas. Las calles sevillanas se tiñeron de rojo entre las aficiones del Athletic Club y el Mallorca, y la final fue digna de ser recordada. El equipo de Javier Aguirre se adelantó con un gol de Dani Rodríguez, desatando el delirio en la grada. Minutos después, Ohian Sancet empató el encuentro, y la cruel tanda de penaltis terminó llevando la Copa a Bilbao. Las lágrimas de tristeza y orgullo llenaron las caras de los mallorquinistas que, con el tiempo, vieron la magnitud de la que habían líado. Bendito fútbol.
El conjunto insular ha vivido noches de euforia y otras tantas de incertidumbre. Desde disputar la Champions League en 2001 hasta descender a Segunda B en 2017. El club siempre ha desfilado por esa delgada línea roja entre el cielo y el abismo, un equilibrio que le ha permitido experimentar las dos caras de la moneda. La derrota, al igual que la tentación, vive en el piso de arriba: aprendemos a convivir con ella porque es tan necesaria como la victoria.
Hoy, 5 de marzo, el RCD Mallorca cumple 109 años. Tal vez, sin estos altibajos, no habría llegado hasta aquí. Porque tanto en el fútbol como en la vida, los muebles pueden cambiar de sitio, quemarse o no o volver a ser los mismos. Pero siempre hay una forma de volver a encontrarse. Y ahora, tras todo este camino de piedras, el conjunto balear se ha asentado en Primera División y toca la puerta de las posiciones europeas. La vida da muchas vueltas.